El Juicio de Amparo ha sido, por más de un siglo, uno de los pilares del sistema jurídico mexicano. Nació como un escudo frente a la arbitrariedad del poder, un mecanismo para recordarle a la autoridad que las personas tienen derechos y que no pueden ser pisoteados. Pero hoy nos enfrentamos a una paradoja preocupante: una propuesta de reforma a la Ley de Amparo que, lejos de ampliar su carácter protector, parece destinada a blindar al Estado. La filósofa Ana Carrasco-Conde advierte que “el mal más insidioso no se muestra de forma directa, es cuando ni sientes ni padeces”. No se trata sólo de los actos espectaculares, sino de aquellas dinámicas cotidianas que normalizamos sin verlas. En Decir el mal. La destrucción del nosotros también señala la cercanía de un mal imperceptible y ordinario, que no es banal por ser vulgar, sino porque se convierte en una práctica común y corriente.
El proyecto de reforma invoca la protección del “orden público” y del “interés social”. Pero, ¿qué significa realmente usar esas categorías cuando la consecuencia práctica podría ser acotar la suspensión de actos que vulneran derechos humanos? La paradoja es tremenda: se usa un discurso de protección colectiva para justificar la indefensión individual. Recordemos que el Derecho, en su esencia, actúa como límite. Su papel es contener la fuerza, moderar la voluntad del gobernante, equilibrar la convivencia. Cuando ese límite se diluye y la norma se inclina en favor del poder en lugar de contenerlo, ya no estamos ante un mero ajuste técnico, sino ante una distorsión ética.
Lo más peligroso de estas transformaciones es su apariencia de normalidad. No vienen acompañadas de discursos belicistas ni de golpes autoritarios, sino de reformas procesales, dictámenes, promesas de eficiencia. En Decir el mal, Carrasco-Conde advierte que “nos hemos convertido en seres que normalizan el horror sin verlo”. Ese es el rostro del mal que se infiltra en las instituciones: lo que parece legal, pero vacía de sentido a la Justicia.
Si esta reforma prospera, será cada vez más difícil visualizar litigios estratégicos en favor de derechos colectivos, como los del medio ambiente, o en defensa de comunidades frente a megaproyectos. El riesgo es que el Amparo deje de ser un espacio de resistencia colectiva y se reduzca a un trámite limitado, incapaz de enfrentar dinámicas estructurales de poder. Frente a ello, la comunidad jurídica tiene una responsabilidad urgente: no aceptar como meros detalles técnicos lo que es, en verdad, un viraje fundamental. La pregunta que debemos plantearnos es sencilla pero áspera: ¿Qué Estado de Derecho queda cuando el Amparo deja de ser un refugio para las personas vulneradas y se transforma en un muro que protege al poder de sus propios excesos?
El mal en el Derecho no siempre se anuncia con gritos. A menudo avanza sigiloso, disfrazado de orden y estabilidad. Y es precisamente en ese silencio donde más late el peligro, porque lo que está en juego no es una reforma procesal más, sino la integridad misma de lo que significa proteger los derechos en una democracia. En el fondo, lo más temible del mal en el Derecho es que puede seguir llamándose Justicia mientras erosiona sus cimientos.